Un mes antes de cumplir 35 años, en febrero de 1888, Vincent se va de Paris y se instala en Arles.
La cuestión de porqué eligió precisamente Arles queda pues relegada a segundo plano. Quería, y esto es seguro, ir a la Provenza. El "extranjero", como siempre se sentía, buscaba un refugio. Lo único que sabía de este refugio es que se llamaba "Japón".
Mas tarde recordaría con melancolía la anticipada alegría infantil que le invadió: "todavía recuerdo vivamente la excitación que me produjo aquel invierno el viaje de París a Arles. Cómo acechaba sin cesar por saber si ya estaba en Japón."
Y esta proyección lo cautivó para el futuro inmediato: "no necesito las estampas japonesas porque siempre digo que estoy en Japón. Que sólo necesito abrir los ojos y pintar lo que tengo delante de mis narices y lo que me impresiona", escribe a su hermana Will.
Lleno de entusiasmo se abandona a la 'impresión', una idea que ya no tiene nada que ver con la 'impresión' de un Monet. No dedica ninguna mirada casual a la composición, sino que se ajusta a la totalidad de la percepción. Sólo así podía escribir lo siguiente sobre uno de sus dibujos: "No parece japonés, pero en verdad es lo más japonés que hecho jamás ". El alma se coloca en primer plano.